En Dios está nuestra esperanza… ¡Él es nuestra fuerza!
Queridas hijas en Jesucristo,
¿Por qué lloran ante todas las más pequeñas contrariedades? El llorar por una pequeñez revela un espíritu débil, privado de aquella solidez que es necesaria a las almas que se han consagrado a Dios e inmolado sobre el altar del sacrificio.
Sí, hijas queridas, lloremos por todos nuestros pecados pasados, por nuestras miserias presentes, por la incertidumbre de alcanzar nuestra salvación eterna, por el abuso de las gracias, por lo poco que progresamos en la virtud.
Dios nos visita cada día con tantas luces, con tantas inspiraciones de su gracia, con santas instrucciones, con buenas lecturas, con santos ejemplos, con los bienes y males que nos manda, unos para hacernos sentir su bondad, los otros para recordarnos su justicia, y es motivo digno de lágrimas no descubrir estas gracias y hacerlas inútiles.
¡Oh, hijas mías! ¡Cuán dignas de compasión somos! ¡Qué desgracia la nuestra la de haber desconocido tan frecuentemente las visitas del Señor! Lloremos, hijas, por nosotras mismas, como Jesucristo lloró por Jerusalén, y convirtámonos a Dios de una buena vez.
El designio que Él tiene al hacernos ver nuestras miserias, es aquel de llevar nuestra alma a la práctica de la humildad, a la penitencia, a la reforma completa de nuestra vida; ¡y sería un gran mal el nuestro si no obtuviésemos de esta visita otra cosa que despecho, desconsuelo, desánimo! Oh, hijas!, lloremos pues, porque somos miserables, pero que nuestro llanto siempre esté acompañado por el firme propósito de cambiar para mejor nuestra vida, practicando la humildad y confiando siempre en la divina misericordia.
¿No se dan cuenta, hijas, que a pesar de los auxilios ordinarios de Dios, todavía
somos la debilidad personificada? ¿No es tal vez verdad que aún con todas las gracias que recibimos de Dios, caemos frecuentemente, y nuestra vida está llena de debilidades deplorables?
Hijas mías, nosotras nos asemejamos a un paralítico, que no puede moverse sino con la ayuda de una mano amiga; y aún cuando esta mano se nos presenta, frecuentemente no queremos dejarnos conducir por ella. Las mínimas tentaciones nos abaten; una imaginación, un pensamiento, una mirada, un mal ejemplo, una crítica, nos hace caer; la más pequeña pasión nos arrastra al pecado; la mínima dificultad nos detiene en el camino de la virtud.
¡Vean, entonces, hijas, cuán débiles somos! Con la oración, podríamos obtener una gracia más poderosa, que nos haría triunfar de nuestras debilidades, pero ¡ay de mí!
Esta es una de nuestras más grandes miserias ¡rezamos tan poco, rezamos tan mal! ¿Qué hacer, entonces, sino humillarnos delante de Dios a la vista de nuestra impotencia, desconfiar de nosotras mismas y reconocernos incapaces de todo bien si confiamos en nuestras solas fuerzas, capaces de todo mal si la gracia no nos sostiene para vigila.
Hijas queridas, huyamos de las ocasiones de (…) y pongamos todas nuestras esperanzas en Dios, pues sólo Él es nuestra fuerza, esperando todo de Él.
Roguémosle, entonces, con toda la efusión de nuestra alma, que tenga piedad de nuestras miserias y que nos sane completamente.
¡Dejen que los otros confíen en los medios humanos, pero ustedes, hijas amadísimas, procuren colocar siempre su ilimitada y filial confianza sólo en Dios!
Las bendice maternalmente y de gran corazón su cariñosa Madre.