La confianza incondicional en el amor providencial de Dios es la mayor fuerza escondida en el corazón de los santos, que, a pesar de sus fragilidades, consiguen convertirse en hijos dispuestos a arrojarse en los brazos del Padre. Cuando la beata Clelia se vio abrumada, sólo cuatro años después de la fundación del Instituto, por la avalancha de calumnias y deudas ligadas a la quiebra financiera, el fraile franciscano Serafino Bigongiari, que la había ayudado a dar los primeros pasos para el nacimiento de la congregación en Viareggio, sólo pudo permitirse ser sombríamente pesimista. El 14 de marzo de 1899 escribió lo siguiente al arzobispo de Lucca: «En vista de la enorme quiebra financiera sufrida por el propio Instituto, no sé en qué basar mis esperanzas. Y quisiera ser una mala profeta, pero para mí este Instituto está acabado’, añadiendo ‘la fundadora me respondió que no escuchara voces siniestras […]: ‘Ella teme, pero para mí el pensamiento menos preocupante es la tormenta, el Sagrado Corazón proveerá’». Y efectivamente, más de un siglo después, podemos decir que el P. Serafín fue un mal profeta, mientras que el Sagrado Corazón no dejó de proveer a las necesidades de su amada hija.