No hay santo que no sea un profundo conocedor del alma humana, como alguien enraizado en el amor de Cristo, Aquel que más conoce y ama el corazón humano. La Beata Clelia supo en numerosas ocasiones ofrecer a sus Hijas palabras llenas de consuelo y sabiduría práctica, verdadero maná espiritual para resistir a las trampas del maligno, a menudo alimentadas por la vorágine sin fin de los «porqués» o más taimadamente disfrazadas por el velo del desaliento: “¿Quieres un consejo de tu Madre? Aquí lo tienes: encomienda tu corazón a María y, desde ahora, ten una muy especial devoción y predilección por la piadosa práctica del Santo Rosario, así como por la Comunión Eucarística […] Además, no te quedes ahí devanándote los sesos con continuas reflexiones y exámenes; abandónate a Dios […] y luego déjalo actuar a Él. El Corazón de Jesús no permitirá que tu alma caiga en el abismo […] ten paciencia y no dejes en absoluto que el desaliento entre en tu corazón. Todo lo que te perturba recuerda, hija mía, no viene de Dios. Dios es paz, es mansedumbre, es calma. Por eso, hazte familiar esa hermosa y consoladora jaculatoria: ‘In Te Domine speravi’”. Pareciera oírse el eco del discurso de San Juan Pablo II al inicio de su pontificado, pronunciado el 22 de octubre de 1978. Muchos olvidan, deteniéndose en una visión política limitada al muro de Berlín, que la invitación a «abrir de par en par las puertas a Cristo» iba acompañada de una explicación directa al ánimo herido e inquieto del hombre contemporáneo: «¡No tengan miedo! Cristo sabe ‘lo que hay dentro del hombre’. Sólo Él lo sabe. Con mucha frecuencia, el hombre de hoy no sabe lo que lleva dentro, en el fondo de su alma, de su corazón. Muy a menudo está inseguro del sentido de su vida en esta tierra. Le invade la duda que se convierte en desesperación. Permitan, pues -se lo ruego, se lo imploro con humildad y confianza-, permitan que Cristo hable al hombre. Sólo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna”.