Vida, obra y espiritualidad de la Madre Clelia Merloni

Archivo Madre Clelia

Conozca el Archivo Madre Clelia

El Archivo Madre Clelia, situado en la Casa Generalicia de las Apóstoles del Sagrado Corazón de Jesús en Roma, es un precioso depósito que conserva los escritos originales de la Beata Madre Clelia Merloni, así como diversos materiales relacionados con su vida y su misión.

Esta colección única incluye cartas, diarios y reflexiones que atestiguan la profundidad de su espiritualidad, su fidelidad al Sagrado Corazón de Jesús y su perseverancia ante las pruebas. Además, el archivo alberga documentos históricos, fotografías y otros registros que ayudan a contar la historia de la Madre Clelia, desde la fundación de la Congregación hasta los momentos más desafiantes y edificantes de su vida.

El Archivo Madre Clelia ofrece una oportunidad única para conocer mejor el legado espiritual y humano de una mujer que, con humildad y fe, dedicó su vida a difundir el amor y la misericordia de Cristo. Es un lugar de estudio e inspiración para todos aquellos que deseen sumergirse en la riqueza de sus enseñanzas y en el poder transformador de su historia.

A continuación presentamos algunas noticias y documentos extraídos directamente del archivo, que ofrecen nuevas perspectivas sobre la vida y la obra de Madre Clelia.

Noticias del archivo:

Confianza en Cristo: el camino hacia la paz y la esperanza

No hay santo que no sea un profundo conocedor del alma humana, como alguien enraizado en el amor de Cristo, Aquel que más conoce y ama el corazón humano. La Beata Clelia supo en numerosas ocasiones ofrecer a sus Hijas palabras llenas de consuelo y sabiduría práctica, verdadero maná espiritual para resistir a las trampas del maligno, a menudo alimentadas por la vorágine sin fin de los «porqués» o más taimadamente disfrazadas por el velo del desaliento: “¿Quieres un consejo de tu Madre? Aquí lo tienes: encomienda tu corazón a María y, desde ahora, ten una muy especial devoción y predilección por la piadosa práctica del Santo Rosario, así como por la Comunión Eucarística […] Además, no te quedes ahí devanándote los sesos con continuas reflexiones y exámenes; abandónate a Dios […] y luego déjalo actuar a Él. El Corazón de Jesús no permitirá que tu alma caiga en el abismo […] ten paciencia y no dejes en absoluto que el desaliento entre en tu corazón. Todo lo que te perturba recuerda, hija mía, no viene de Dios. Dios es paz, es mansedumbre, es calma. Por eso, hazte familiar esa hermosa y consoladora jaculatoria: ‘In Te Domine speravi’”. Pareciera oírse el eco del discurso de San Juan Pablo II al inicio de su pontificado, pronunciado el 22 de octubre de 1978. Muchos olvidan, deteniéndose en una visión política limitada al muro de Berlín, que la invitación a «abrir de par en par las puertas a Cristo» iba acompañada de una explicación directa al ánimo herido e inquieto del hombre contemporáneo: «¡No tengan miedo! Cristo sabe ‘lo que hay dentro del hombre’. Sólo Él lo sabe. Con mucha frecuencia, el hombre de hoy no sabe lo que lleva dentro, en el fondo de su alma, de su corazón. Muy a menudo está inseguro del sentido de su vida en esta tierra. Le invade la duda que se convierte en desesperación. Permitan, pues -se lo ruego, se lo imploro con humildad y confianza-, permitan que Cristo hable al hombre. Sólo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna”.

María: Estrella de esperanza

En el mes de septiembre, en el que recordamos el nacimiento y el nombre de María, no podemos dejar de traer a la luz estas palabras de la Madre Clelia dirigidas a sus Hijas: «¿Quién podía imaginar tanta grandeza en una simple criatura? Fue un verdadero día de júbilo, porque en el nacimiento de María el mundo vio aparecer la estrella precursora del sol de justicia, ¡aquella que el cielo había elegido para ser mediadora y abogada de los hombres ante la justicia divina! Era un día de esperanza, porque esta santa Niña será un día nuestra madre y la cooperadora de los planes de amor y misericordia de Dios sobre nosotros’. La Beata cultivó en su vida una especial devoción a la Infanta María, tal vez porque intuía que en sus virtudes de candor y humildad estaba la clave de un acceso privilegiado al Corazón de Cristo, y a la Madre de Dios en general. Cuando en 1928 puso fin a su exilio regresando a su nueva casa general en Roma, encontró esperándola en la capilla un hermoso cuadro mariano, colocado allí apenas dos años antes. No sabemos qué pensamientos emocionados pudo formular su alma renovada, pero nos gusta imaginar que no estaban muy lejos de los que escribió en 1951 una alumna del colegio: «Incluso el Niño Jesús tiene los ojos cerrados… Pero duerme en un sueño sereno, infantil […] Madre e Hijo están unidos en una maravillosa fusión de almas. Ahora lo comprendo. Por eso tantas veces he venido a arrodillarme ante esta Virgen… ¡porque con Ella también habría encontrado a Cristo!».

El Fiat Divino: el inicio del camino hacia la beatificación

A finales de los años sesenta, las Apóstoles del Sagrado Corazón de Jesús compartían un profundo deseo, el de poder dar por fin el paso decisivo para iniciar el proceso de beatificación de su amada Fundadora. Sin embargo, los obstáculos de todo tipo que seguían interponiéndose en el camino no hacían sino infundirles una duda que las consumía, y era que la meta podría no responder a la voluntad de Dios. Sin embargo, en esos continuos “si” que la historia parecía ir trazando en el tortuoso camino del Instituto, se iba abriendo paso un magnífico “sí”, un “fiat” que abriría de par en par las puertas de la gracia. En las notas de la Hna. Redenta Libutti, una de las Hermanas que más trabajó por la causa en aquella época, encontramos huellas significativas de ello. De hecho, la pregunta explícita fue formulada a dos importantes místicos de la época, el salesiano P. Giuseppe Tomaselli -gran sanador y exorcista- y el Padre Pío, quienes confirmaron que habían percibido un verdadero pronunciamiento divino en sus corazones: “Sí, es mi voluntad, traten de hacer todo lo posible”.

Confianza incondicional en el amor de Dios

La confianza incondicional en el amor providencial de Dios es la mayor fuerza escondida en el corazón de los santos, que, a pesar de sus fragilidades, consiguen convertirse en hijos dispuestos a arrojarse en los brazos del Padre. Cuando la beata Clelia se vio abrumada, sólo cuatro años después de la fundación del Instituto, por la avalancha de calumnias y deudas ligadas a la quiebra financiera, el fraile franciscano Serafino Bigongiari, que la había ayudado a dar los primeros pasos para el nacimiento de la congregación en Viareggio, sólo pudo permitirse ser sombríamente pesimista. El 14 de marzo de 1899 escribió lo siguiente al arzobispo de Lucca: «En vista de la enorme quiebra financiera sufrida por el propio Instituto, no sé en qué basar mis esperanzas. Y quisiera ser una mala profeta, pero para mí este Instituto está acabado’, añadiendo ‘la fundadora me respondió que no escuchara voces siniestras […]: ‘Ella teme, pero para mí el pensamiento menos preocupante es la tormenta, el Sagrado Corazón proveerá’». Y efectivamente, más de un siglo después, podemos decir que el P. Serafín fue un mal profeta, mientras que el Sagrado Corazón no dejó de proveer a las necesidades de su amada hija.

Humildad y conformidad con Cristo

Quien haya tenido la suerte de leer el diario de Madre Clelia, fruto luminoso de los años de exilio, se habrá sorprendido por la centralidad de la dimensión de la humildad, perseguida con tanto esfuerzo por la Beata a través de la filial confidencia a la Santísima Virgen y la constante llamada a la conformidad con Cristo. No es casualidad que las comuniones espirituales cotidianas sean sumamente recurrentes, así como las invocaciones marianas: al fin y al cabo, sólo se puede estar al pie de la Cruz o atravesar el desierto ante la amenaza de Herodes -un Herodes despiadado que a menudo se esconde en el ego- si, como María, se tiene consigo al «querido Jesús». Una bella y espontánea oración de la Beata nos lo recuerda: “Oh valiente Madre mía, María Santísima, veis que también yo estoy en el desolado país de Egipto, sin una morada fija y muchos enemigos me circundan por todas partes; entre estos un infernal Herodes me busca vehementemente y me persigue. ¡Ah! Venid a socorrerme, oh potente madre mía, se mi fiel compañera en esta mi peregrinación, y haced que nada me separe del amor de Jesús. Oh Madre mía, haced que yo imite vuestra generosidad, docilidad, prontitud en consentir todas las inspiraciones de la gracia, sin escuchar mínimamente los ladridos prolongados de mi naturaleza”.

La Eucaristía: Fuente de santidad y humildad

La vocación a la santidad, es decir, a la plenitud de la propia entrega, es una llamada que Dios dirige a cada persona, invitándola a permanecer en su amor para sentir liviano su yugo e irradiar así la luz de su presencia a los hermanos. Permanecer en su amor implica la familiaridad con el sacramento de la Eucaristía, fundamento que ningún santo ha perdido de vista, reconociendo en él -como afirmaría con gran eficacia el beato Carlo Acutis en nuestros tiempos difíciles- una “autopista hacia el cielo”. Madre Clelia estuvo siempre anclada en el poder del sacrificio de la Misa, al que en su duro exilio “con el alma en tempestad” dedicó una conmovedora reflexión registrada en su diario: “¿Por qué, oh mi divino Salvador, has querido esconderte bajo las apariencias de un pedazo de pan? Esta aniquilación a la cual has querido reducirte, oh Jesús en la Eucaristía, tiene algo de más grande, de más profundo, de más inconcebible para mí. ¡Qué ejemplo de profundísima humildad me ofreces, oh Jesús! Para quedarte con nosotros, para convertirte en nuestro alimento, te condenas como un prisionero de amor a habitar en un pequeño y quizás escuálido sagrario. Tú te dejas manipular libremente por Sacerdotes buenos o indignos, te dejas transportar donde ellos quieren, al fondo de las cárceles más terribles, en las habitaciones más sórdidas y miserables, en los establos entre los animales, donde en un poco de paja yace cualquier enfermo. No existe hombre por más abatido, difamado, expulsado de cualquier grupo humano, que sea rechazado de tu mesa siempre que quiera reconciliarse contigo, incluso los condenados a la guillotina, los excluidos de la sociedad, también el miserable convicto puede acercarse a recibirte, oh Jesús en la Eucaristía, no menos que el más poderoso de los reyes y decirte: Tú Jesús eres mi alimento”.

Profecía que consuela y fortalece

Con el bautismo, el cristiano recibe, por medio del Espíritu Santo, no sólo el don de la realeza de Cristo, que lo eleva a la dignidad de hijo de reyes, sino también el del sacerdocio y el de la profecía.
Partiendo de la conciencia de estar consagrada ante todo a Dios, a su honor y a su culto, la Beata Clelia trató de hacer resplandecer cada uno de estos carismas. En particular, el don de profecía, que reside ante todo en la capacidad de leer el plan de Dios en los pliegues de la existencia, tenía a menudo en ella el revestimiento de la capacidad sobrenatural de predecir los acontecimientos futuros. Hay muchos testimonios a este respecto. Recordamos uno en particular. La Hna. Rufina Crippa cuenta que Madre Clelia, que llevaba un año de vuelta en la Casa de Roma después de su largo exilio, quiso un día encontrarse con las novicias que habían llegado de Alejandría. Entre ellas estaba Hna. Pía Tonin, que estaba muy preocupada por un hermano que estaba en América y del que no tenía noticias desde hacía varios años. Entrando en la habitación de la Beata, sin preguntar nada, se oyó decir: ” Ten por seguro que tu hermano está vivo y te escribirá pronto”. La Hna. Rufina concluye así su relato: “El asombro fue grande y confirmamos la opinión de que la Madre Fundadora era una santa cuando, de vuelta en Alejandría, la Hna. Pía recibió efectivamente una carta de su hermano tranquilizándola”.

Luz sobre la cruz del exilio

Cuando el destino arrastró a Madre Clelia al pueblo de Roccagiovine, su exilio entró en una nueva fase de caridad y despojo interior. Las pocas Hermanas que la acompañaron quizá no eran plenamente conscientes del principio de vida que se escondía tras la cruz que se sentían obligadas a llevar. De aquellos años quedan varios relatos evocadores de los lugareños y algunas estampitas recibidas como regalo de los niños de la época. «Ruega a María por mí infeliz”: así reza la inscripción de una estampa del Corazón Inmaculado de María bordada con encajes y regalada a la niña Anita Facioni. La letra, diferente de la de Madre Clelia, sugiere que la frase fue escrita por una de sus Hijas en el exilio. Incluso en el escenario de sufrimiento que proyecta en nuestra mente, no podemos dejar de captar una chispa de luz, esa oración por los demás que es el soporte indispensable de nuestra fe y que la Beata tuvo en el corazón más que nunca en su vida, hasta el punto de escribir en una de sus cartas: «La Comunión de los Santos nos asegura poderosos protectores en el Cielo y hermanos en la tierra.