La vocación a la santidad, es decir, a la plenitud de la propia entrega, es una llamada que Dios dirige a cada persona, invitándola a permanecer en su amor para sentir liviano su yugo e irradiar así la luz de su presencia a los hermanos. Permanecer en su amor implica la familiaridad con el sacramento de la Eucaristía, fundamento que ningún santo ha perdido de vista, reconociendo en él -como afirmaría con gran eficacia el beato Carlo Acutis en nuestros tiempos difíciles- una “autopista hacia el cielo”. Madre Clelia estuvo siempre anclada en el poder del sacrificio de la Misa, al que en su duro exilio “con el alma en tempestad” dedicó una conmovedora reflexión registrada en su diario: “¿Por qué, oh mi divino Salvador, has querido esconderte bajo las apariencias de un pedazo de pan? Esta aniquilación a la cual has querido reducirte, oh Jesús en la Eucaristía, tiene algo de más grande, de más profundo, de más inconcebible para mí. ¡Qué ejemplo de profundísima humildad me ofreces, oh Jesús! Para quedarte con nosotros, para convertirte en nuestro alimento, te condenas como un prisionero de amor a habitar en un pequeño y quizás escuálido sagrario. Tú te dejas manipular libremente por Sacerdotes buenos o indignos, te dejas transportar donde ellos quieren, al fondo de las cárceles más terribles, en las habitaciones más sórdidas y miserables, en los establos entre los animales, donde en un poco de paja yace cualquier enfermo. No existe hombre por más abatido, difamado, expulsado de cualquier grupo humano, que sea rechazado de tu mesa siempre que quiera reconciliarse contigo, incluso los condenados a la guillotina, los excluidos de la sociedad, también el miserable convicto puede acercarse a recibirte, oh Jesús en la Eucaristía, no menos que el más poderoso de los reyes y decirte: Tú Jesús eres mi alimento”.