Vida, obra y espiritualidad de la Madre Clelia Merloni

La Eucaristía: Fuente de santidad y humildad

La vocación a la santidad, es decir, a la plenitud de la propia entrega, es una llamada que Dios dirige a cada persona, invitándola a permanecer en su amor para sentir liviano su yugo e irradiar así la luz de su presencia a los hermanos. Permanecer en su amor implica la familiaridad con el sacramento de la Eucaristía, fundamento que ningún santo ha perdido de vista, reconociendo en él -como afirmaría con gran eficacia el beato Carlo Acutis en nuestros tiempos difíciles- una “autopista hacia el cielo”. Madre Clelia estuvo siempre anclada en el poder del sacrificio de la Misa, al que en su duro exilio “con el alma en tempestad” dedicó una conmovedora reflexión registrada en su diario: “¿Por qué, oh mi divino Salvador, has querido esconderte bajo las apariencias de un pedazo de pan? Esta aniquilación a la cual has querido reducirte, oh Jesús en la Eucaristía, tiene algo de más grande, de más profundo, de más inconcebible para mí. ¡Qué ejemplo de profundísima humildad me ofreces, oh Jesús! Para quedarte con nosotros, para convertirte en nuestro alimento, te condenas como un prisionero de amor a habitar en un pequeño y quizás escuálido sagrario. Tú te dejas manipular libremente por Sacerdotes buenos o indignos, te dejas transportar donde ellos quieren, al fondo de las cárceles más terribles, en las habitaciones más sórdidas y miserables, en los establos entre los animales, donde en un poco de paja yace cualquier enfermo. No existe hombre por más abatido, difamado, expulsado de cualquier grupo humano, que sea rechazado de tu mesa siempre que quiera reconciliarse contigo, incluso los condenados a la guillotina, los excluidos de la sociedad, también el miserable convicto puede acercarse a recibirte, oh Jesús en la Eucaristía, no menos que el más poderoso de los reyes y decirte: Tú Jesús eres mi alimento”.

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Luz sobre la cruz del exilio

Cuando el destino arrastró a Madre Clelia al pueblo de Roccagiovine, su exilio entró en una nueva fase de caridad y despojo interior. Las pocas Hermanas que la acompañaron quizá no eran plenamente conscientes del principio de vida que se escondía tras la cruz que se sentían obligadas a llevar. De aquellos años quedan varios relatos evocadores de los lugareños y algunas estampitas recibidas como regalo de los niños de la época. «Ruega a María por mí infeliz”: así reza la inscripción de una estampa del Corazón Inmaculado de María bordada con encajes y regalada a la niña Anita Facioni. La letra, diferente de la de Madre Clelia, sugiere que la frase fue escrita por una de sus Hijas en el exilio. Incluso en el escenario de sufrimiento que proyecta en nuestra mente, no podemos dejar de captar una chispa de luz, esa oración por los demás que es el soporte indispensable de nuestra fe y que la Beata tuvo en el corazón más que nunca en su vida, hasta el punto de escribir en una de sus cartas: «La Comunión de los Santos nos asegura poderosos protectores en el Cielo y hermanos en la tierra.

Profecía que consuela y fortalece

Con el bautismo, el cristiano recibe, por medio del Espíritu Santo, no sólo el don de la realeza de Cristo, que lo eleva a la dignidad de hijo de reyes, sino también el del sacerdocio y el de la profecía.
Partiendo de la conciencia de estar consagrada ante todo a Dios, a su honor y a su culto, la Beata Clelia trató de hacer resplandecer cada uno de estos carismas. En particular, el don de profecía, que reside ante todo en la capacidad de leer el plan de Dios en los pliegues de la existencia, tenía a menudo en ella el revestimiento de la capacidad sobrenatural de predecir los acontecimientos futuros. Hay muchos testimonios a este respecto. Recordamos uno en particular. La Hna. Rufina Crippa cuenta que Madre Clelia, que llevaba un año de vuelta en la Casa de Roma después de su largo exilio, quiso un día encontrarse con las novicias que habían llegado de Alejandría. Entre ellas estaba Hna. Pía Tonin, que estaba muy preocupada por un hermano que estaba en América y del que no tenía noticias desde hacía varios años. Entrando en la habitación de la Beata, sin preguntar nada, se oyó decir: ” Ten por seguro que tu hermano está vivo y te escribirá pronto”. La Hna. Rufina concluye así su relato: “El asombro fue grande y confirmamos la opinión de que la Madre Fundadora era una santa cuando, de vuelta en Alejandría, la Hna. Pía recibió efectivamente una carta de su hermano tranquilizándola”.