Quien haya tenido la suerte de leer el diario de Madre Clelia, fruto luminoso de los años de exilio, se habrá sorprendido por la centralidad de la dimensión de la humildad, perseguida con tanto esfuerzo por la Beata a través de la filial confidencia a la Santísima Virgen y la constante llamada a la conformidad con Cristo. No es casualidad que las comuniones espirituales cotidianas sean sumamente recurrentes, así como las invocaciones marianas: al fin y al cabo, sólo se puede estar al pie de la Cruz o atravesar el desierto ante la amenaza de Herodes -un Herodes despiadado que a menudo se esconde en el ego- si, como María, se tiene consigo al «querido Jesús». Una bella y espontánea oración de la Beata nos lo recuerda: “Oh valiente Madre mía, María Santísima, veis que también yo estoy en el desolado país de Egipto, sin una morada fija y muchos enemigos me circundan por todas partes; entre estos un infernal Herodes me busca vehementemente y me persigue. ¡Ah! Venid a socorrerme, oh potente madre mía, se mi fiel compañera en esta mi peregrinación, y haced que nada me separe del amor de Jesús. Oh Madre mía, haced que yo imite vuestra generosidad, docilidad, prontitud en consentir todas las inspiraciones de la gracia, sin escuchar mínimamente los ladridos prolongados de mi naturaleza”.